lunes, 23 de junio de 2008

El Coliseo, lugar de reflexión


El Coliseo ejerce un extraño poder de seducción. Os decía que la contemplación exterior del monumento permite recrear toda la fastuosidad de la Roma Imperial. La visita a su interior, en cambio, nos asoma al lado oscuro del alma humana.

Una cruz de hierro a la altura de la arena se encarga de recordar que el Coliseo es un lugar de muerte y sufrimiento, donde docenas de miles de personas han perdido la vida sólo para diversión del pueblo. Ningún visitante puede escapar de esta inquietante sensación. Al ver el impresionante graderío, es difícil no imaginar la muchedumbre entusiasmada, pidiendo a gritos la muerte de un gladiador. Y al dirigir la vista hacia los subterráneos, ahora al descubierto y bien oreados, ¿quién puede dejar de evocar el miedo y la angustia de que habrán sido testigos estas lúgubres estancias bajo las tablas de la arena?

Por eso, muchos turistas visitan estas ruinas en silencio, como si estuvieran en Auschwitz, en Hiroshima o en alguno de los grandes santuarios de la humanidad doliente. Algunos, incluso, se alejan de ellas con alivio, como si salieran de un lugar opresivo e inquietante. Pocos monumentos, en efecto, poseen tal capacidad de fascinación, y nos llevan de la mano hasta el corazón de la Antigua Roma, la gran urbe, fascinante e inquietante al mismo tiempo.

Lo que no debemos hacer, en ningún caso, es emitir apresurados juicios de condena. Es una gran ingenuidad y supone una elemental falta de sentido histórico juzgar las culturas antiguas con categorías contemporáneas. Nosotros, como ellos, somos hijos de nuestro tiempo. Y si la fortuna nos hubiera hecho nacer en esa época, seguramente habríamos ocupado nuestro asiento para volver a casa roncos después de una excitante jornada, después de haber apostado por el retiario en contra del secutor.

Una cita de la antigüedad tardía resulta especialmente ilustrativa en este sentido. Es de Agustín de Hipona, que describe bien la fascinación que ejercía este espectáculo, capaz de cautivar el alma de un buen cristiano: su amigo Alipio. Lo cuenta en su famosa obra de Las Confesiones.

Arrastrado al Coliseo por unos amigos en contra de su voluntad, intentó desesperadamente que el espectáculo no rozara su ánimo. Decía a sus amigos que podían empujar su cuerpo, pero no su alma. Así que, instalado en su localidad, Alipio cerró los ojos para mantenerse ausente. Pero no pudo cerrar sus oídos. “Tremendamente alterado por el enorme griterío del público” –cuenta San Agustín- fue vencido por la curiosidad. Entonces abrió los ojos y se sintió herido en su alma por un desgarrón mucho mayor que el que había recibido el gladiador en el cuerpo. “Tan pronto como Alipio contempló aquella sangre no pudo apartar ya sus ojos de ella. Bebió de aquella violencia y sintió el placer de la lucha. Ya no era aquel mismo hombre que acababa de llegar. Era uno del montón, uno más del populacho con que se había mezclado. Se entusiasmó, se desgañitó, y de allí se llevó consigo la locura que le hizo volver al anfiteatro, y arrastrar consigo a otros”.

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