sábado, 28 de junio de 2008

Tito y la casualidad

El promotor de la construcción del Colsieo fue el emperador Vespasiano, del que la Historia recuerda, curiosamente, su carácter austero y su tendencia a la tacañería. Sin embargo, el frugal Vespasiano, que gobernó Roma entre los años 69 y 79 d.C., no pudo lograr ver terminado el edificio, cuya inauguración tuvo lugar durante el reinado de su hijo mayor, Tito. Éste fue un emperador extremadamente popular, muy apreciado por los historiadores romanos a causa de su carácter amable y generoso. Lo cierto es que su reinado fue tan breve, que nunca sabremos si el cariño de sus conciudadanos se hubiera extinguido con el paso del tiempo, como ocurrió con tantos otros monarcas de prometedores comienzos. De hecho, el reinado de Tito no es precisamente célebre por las acciones del propio emperador, sino por dos hechos que poco tuvieron que ver con su voluntad.

A finales del verano del 79 d.C., cuando acababa de llegar al trono, tuvo lugar la terrible erupción del Vesubio, que arrasó tres ciudades de la Campania: Pompeya, Herculano y Stabiae. Tito se desplazó a la región para atender a los damnificados por el desastre, y en su ausencia, ya en el año 80, un devastador incendio asoló Roma durante tres días y tres noches, arrasando el Campo de Marte y algunos de los templos más importantes de Roma, incluido el de Júpiter en el Capitolio. El historiador Casio Dión relata que la erupción había llegado acompañada de múltiples prodigios, y que el incendio de Roma parecía de origen divino, por lo que no es de extrañar que todos estos sucesos produjeran un enorme temor en el ánimo de los supersticiosos romanos.

Para compensar unos comienzos tan funestos, Tito inauguró ese mismo año, el 80 d.C., el Anfiteatro Flavio, que su padre le había dejado casi terminado, con unos festejos de tal envergadura, que se contaron entre los hechos más remarcables de su breve reinado. Las celebraciones, en las que se dio muerte a más de 5.000 fieras salvajes, se prolongaron durante semanas. Los romanos contemplaron asombrados enfrentamientos entre elefantes, cacerías de bestias salvajes, en las que para su asombro tomaron parte incluso mujeres, y batallas terrestres y navales, pues el emperador hizo inundar el anfiteatro para que pudieran celebrarse en él naumaquias.

Apenas un año después, el 81 d.C., Tito perdía la vida, según algunos por causas naturales, según otros envenenado por Domiciano, su hermano menor y sucesor. Su prematura muerte llenó de tristeza a los romanos, pero la fortuna le permitió pasar a la Historia como el emperador que inauguró el Coliseo, y las catástrofes naturales no consiguieron oscurecer el breve reinado de este fugaz príncipe, al que Suetonio se refirió como “delicia del género humano”.

lunes, 23 de junio de 2008

El Coliseo, lugar de reflexión


El Coliseo ejerce un extraño poder de seducción. Os decía que la contemplación exterior del monumento permite recrear toda la fastuosidad de la Roma Imperial. La visita a su interior, en cambio, nos asoma al lado oscuro del alma humana.

Una cruz de hierro a la altura de la arena se encarga de recordar que el Coliseo es un lugar de muerte y sufrimiento, donde docenas de miles de personas han perdido la vida sólo para diversión del pueblo. Ningún visitante puede escapar de esta inquietante sensación. Al ver el impresionante graderío, es difícil no imaginar la muchedumbre entusiasmada, pidiendo a gritos la muerte de un gladiador. Y al dirigir la vista hacia los subterráneos, ahora al descubierto y bien oreados, ¿quién puede dejar de evocar el miedo y la angustia de que habrán sido testigos estas lúgubres estancias bajo las tablas de la arena?

Por eso, muchos turistas visitan estas ruinas en silencio, como si estuvieran en Auschwitz, en Hiroshima o en alguno de los grandes santuarios de la humanidad doliente. Algunos, incluso, se alejan de ellas con alivio, como si salieran de un lugar opresivo e inquietante. Pocos monumentos, en efecto, poseen tal capacidad de fascinación, y nos llevan de la mano hasta el corazón de la Antigua Roma, la gran urbe, fascinante e inquietante al mismo tiempo.

Lo que no debemos hacer, en ningún caso, es emitir apresurados juicios de condena. Es una gran ingenuidad y supone una elemental falta de sentido histórico juzgar las culturas antiguas con categorías contemporáneas. Nosotros, como ellos, somos hijos de nuestro tiempo. Y si la fortuna nos hubiera hecho nacer en esa época, seguramente habríamos ocupado nuestro asiento para volver a casa roncos después de una excitante jornada, después de haber apostado por el retiario en contra del secutor.

Una cita de la antigüedad tardía resulta especialmente ilustrativa en este sentido. Es de Agustín de Hipona, que describe bien la fascinación que ejercía este espectáculo, capaz de cautivar el alma de un buen cristiano: su amigo Alipio. Lo cuenta en su famosa obra de Las Confesiones.

Arrastrado al Coliseo por unos amigos en contra de su voluntad, intentó desesperadamente que el espectáculo no rozara su ánimo. Decía a sus amigos que podían empujar su cuerpo, pero no su alma. Así que, instalado en su localidad, Alipio cerró los ojos para mantenerse ausente. Pero no pudo cerrar sus oídos. “Tremendamente alterado por el enorme griterío del público” –cuenta San Agustín- fue vencido por la curiosidad. Entonces abrió los ojos y se sintió herido en su alma por un desgarrón mucho mayor que el que había recibido el gladiador en el cuerpo. “Tan pronto como Alipio contempló aquella sangre no pudo apartar ya sus ojos de ella. Bebió de aquella violencia y sintió el placer de la lucha. Ya no era aquel mismo hombre que acababa de llegar. Era uno del montón, uno más del populacho con que se había mezclado. Se entusiasmó, se desgañitó, y de allí se llevó consigo la locura que le hizo volver al anfiteatro, y arrastrar consigo a otros”.

jueves, 19 de junio de 2008

Coliseo, denominación equívoca

Junto al Coliseo puede verse hoy un parterre cuadrangular ligeramente elevado con un par de escalones, a modo de zócalo, en el cual hay plantados un grupito de encinas. Según indica una inscripción, este cuadrado marca las dimensiones exactas que tenía el pedestal (las ruinas de este pedestal fueron destruidas por orden de Mussolini) de una famosa estatua de época antigua: el Coloso de Nerón, una estatua gigantesca que éste mandó colocar en el atrio de su Domus Aúrea. Basta contemplar las dimensiones de este zócalo, que tenéis en la fotografía, para quedar atónito ante la envergadura que debió alcanzar la estatua.

El Coloso de Nerón está considerada como la mayor estatua de bronce jamás construida por el hombre. Plinio el Viejo la atribuye a Zenodoros, escultor de origen griego y especialista en estatuas de gran tamaño. Le atribuye una altura de 119 pies, lo que equivale a más de 35 metros. Citemos a Plinio:

(Zenodorus)...Romam accitus a Nerone, ubi destinatum illius principis simulacro colossum fecit CXIXS pedum longitudine, qui dicatus Soli venerationi est damnatis sceleribus illius principis. Esto es: “llamado a Roma por Nerón, (Zenodoro) hizo un coloso de ciento dieciséis pies de altura con la imagen de ese príncipe, que fue dedicado al culto del Sol por los reprobados crímenes de aquel”.

Como podemos observar estaba dedicada al Sol, Helios en griego, al igual que su modelo, el famoso Coloso de Rodas, una de las siete maravillas de la Antigüedad. Siguiendo a algún autor, el discípulo superó al maestro, pues la altura del de Rodas era de 32 metros. Ninguno de estos colosos ha llegado hasta nosotros. El Colossus Neronis, con su base, alcanzaría casi la altura del entonces llamado anfiteatro Flavio, lo que nos da una idea de su gigantismo. La cuestión que nos planteamos es si el anfiteatro, por sus colosales dimensiones, dio origen al nombre de “Coliseo” o si fue la estatua de Nerón la que lo originó.

La mayoría, por no decir todos, de los libros sobre este edificio dan por sentado que el nombre de Coliseo procede de la enorme estatua colocada por Nerón en el atrio de la Domus Aurea. Dice un reconocido arqueólogo romano que “el nombre de Coliseo, atribuido al anfiteatro en el siglo VIII por primera vez, deriva no de las proporciones de éste, sino de la cercanía de la estatua colosal”.

Sin embargo, lingüistas de reconocido prestigio creen que fueron las propias dimensiones del anfiteatro las que originaron esta denominación. Citemos también a uno de ellos: “Colosal, en latín colossicus, en griego kolossaios. De éste procede el latín colosseus que se empleó sustantivado para designar el grandioso anfiteatro Flavio de Roma (...). El nombre parece explicarse por las dimensiones colosales del edificio y no, como se ha dicho muchas veces, por la estatua colosal de Nerón que se hallaba cerca del edificio.” Como veis, hay opiniones para todos los gustos.

En la Edad Media se pensaba también que el nombre provenía de la pregunta que se hacía a los cristianos ante la gran estatua del dios Sol: Colis eum? ¿lo adoras?, y a quien respondía que sí los soldados del emperador le dejaban libre. Pero esto, evidentemente, no pasa de ser una simpática etimología popular.

Aquí tenéis una reconstrucción con el Coliseo y su coloso.

domingo, 15 de junio de 2008

El esplendor del Coliseo

Esta semana voy a dedicarla por entero al Coliseo, uno de los principales referentes turísticos de la ciudad y el icono mismo de Roma. En mi opinión, ningún otro monumento evoca con tanta viveza el esplendor de la antigua Roma. Muchas veces he dado la vuelta al edificio imaginando cómo debería ser todo aquello en un día de juegos de hace 19 siglos, con riadas de personas entrando por las 80 puertas con que contaba el anfiteatro, vestidos con sus togas de fiesta y la túnica de los grandes días.

Todavía se pueden ver los números romanos sobre los arcos de piedra del primer nivel, pues las 80 entradas estaban numeradas, para favorecer un llenado y desalojo del edificio rápido y ordenado. Algunos números están tan bien conservados como si aún debieran indicar al público qué entrada deben tomar. Aquí tenéis la número 53.


Me impresiona también la zona donde se encuentran 5 cipos hincados en la tierra: 5 grandes piedras verticales que servían para anclar al suelo las cuerdas que sostenían el velarium, un gran toldo que cubría el Coliseo para proteger a los espectadores contra el sol y la lluvia. Quedan sólo 5 piedras supervivientes de las 160 que en su día sujetaban este enorme parasol.


En torno a los cipos aflora, como veis, un buen trozo del pavimento original, con grandes losas de travertino, las mismas que pisaron los romanos de hace 1.900 años.


Aquí tenéis un dibujito (extraído de nuestra audioguía) que ayuda a entender la funcionalidad de estos cipos. Siempre que imagino los ríos de gente entrando al edificio los veo pasar por entre estos esforzados y sudorosos servidores del anfiteatro.

Todo hace pensar en un grandioso espectáculo cuando se contempla el Coliseo desde el exterior, a pesar de que los vanos de los arcos superiores los veamos hoy vacíos o bien con feos andamios y tubos de cierre, en lugar de los cientos de estatuas clásicas que los adornaban en la antigüedad. Por si aún fuera poco, algunos intentan añadir al lugar un ligero toque de realismo:

miércoles, 11 de junio de 2008

Inauguratio

¡Hola a todos! Hoy me estreno en este blog sobre Roma, y me gustaría “inaugurar” mi participación escribiendo precisamente sobre la etimología de este verbo. Es cierto que las cuestiones filológicas son cosa de José Antonio, pero debo confesar que para mí fue una auténtica sorpresa comprobar que nuestra palabra castellana “inaugurar“ estaba estrechamente relacionada con la cima de la colina del Capitolio, unos sacerdotes de época romana llamados augures, y el vuelo de las aves sobre el cielo de Roma. Es una de esas cosas absolutamente cotidianas que, contra todo pronóstico, esconden detrás una historia fascinante. Pero vayamos ya a la tarea.

Para explicar de donde viene nuestra palabra “inaugurar” tengo que hablaros de los sacerdotes romanos. Cuando un senador resultaba elegido para formar parte de un colegio sacerdotal, y antes de ingresar en la corporación, debía completar una curiosa ceremonia. Acompañado de otro sacerdote, llamado augur, ascendían al Arx, una de las cimas de la colina capitolina, y se colocaban junto al templo de Juno Moneta, más o menos en el lugar que ocupa hoy la iglesia de Santa Maria en Araceli. Como os iba contando, el sacerdote entrante y el augur se situaban en la cima de la colina del Capitolio mirando al este, en dirección al foro. Entonces, el augur dividía el cielo que se abría ante sus ojos en dos mitades, utilizando como eje la vía Sacra que conducía (y conduce todavía hoy) hasta el Coliseo, y observaba cuidadosamente el cielo y el vuelo de las aves. Dependiendo de los fenómenos celestes que se produjeran, y del punto por el que los pájaros aparecieran ante sus ojos, si volaban de izquierda a derecha o a la inversa, así como si emitían algún sonido, el augur determinaba si el sacerdote entrante contaba o no con el beneplácito de los dioses, especialmente de Júpiter, y por tanto, si podía realmente comenzar a ejercer su cargo.

Esta complicada ceremonia, que debían realizar la mayoría de los sacerdotes, recibía en latín el nombre de inauguratio, porque consistía en la realización de una auguratio, una comprobación de la aprobación (o desaprobación) de los dioses hacia una persona, antes de que comenzara su ejercicio como sacerdote. Y de ahí ha pasado a nuestra lengua, y a otras lenguas romances, con el sentido, muy similar, de dar inicio a una actividad con cierta ceremonia o solemnidad propiciatoria.

¿Y a vosotros, también os gusta saber de dónde provienen las palabras que usamos todos los días?

sábado, 7 de junio de 2008

Museos de Roma. Básico


En Roma hay docenas y docenas de Museos, de todo tipo, así que hay que saber seleccionar. En dos brochazos, os diré los cuatro que a mí más me han impresionado, y que considero los mejores:

1. MUSEOS VATICANOS. Basta decir que son de los mejores del mundo y que el itinerario termina en la Capilla Sixtina: sólo ella merecería un viaje a Roma. La entrada cuesta 13 euros y hay que esperar colas que pueden superar las 2 horas de duración. Cerrado los domingos, excepto los últimos domingos de cada mes, en que además es gratis.
2. MUSEOS CAPITOLINOS. Después de los Vaticanos, para mí, los mejores sobre la Roma Antigua. Magnífica colección de retratos clásicos, algunos de ellos conocidísimos por los libros de historia. Contiene otras piezas archifamosas como la loba capitolina, el original de la estatua ecuestre de Marco Aurelio –desde hace un par de años en su nueva ubicación, elegantísima-, el dálmata moribundo, el spinario (ver foto), los colosales restos de la estatua de Constantino...
Una sala que a mí me impresiona siempre mucho es la de los restos del templo de Júpiter. Se ven todavía los enormes sillares de tufo, en una pared colosal; las maquetas y reconstrucciones ayudan a hacerse una idea de lo que fue este impresionante templo, dedicado al padre de todos los dioses. Otro espectáculo maravilloso es la vista que se obtiene del Foro Romano desde el Tabularium: sin duda la más sugestiva.

Calcular 2-3 horas para ver todo bien. Ubicación: Piazza del Campidoglio, repartidos entre los dos palacios laterales y parte del palacio central.

Esta es la sala donde han "resistemato" la estatua ecuestre de Marco Aurelio. Junto a ella están los restos del templo de Júpiter, que veis aquí abajo.


3. PALAZZO MASSIMO ALLE TERME. Para mí supuso un verdadero descubrimiento. Aunque el museo contiene una magnífica estatuaria de época clásica, a mí me fascinaron sobre todo los frescos y los mosaicos romanos que se exponen en los pisos superiores. Algunos están tan bien conservados y expuestos que dan la sensación de encontrarse en una estancia romana del siglo I. Ubicación: a dos minutos de la Piazza della Repubblica, en dirección a Termini.

4. GALLERIA BORGHESE. Colección espectacular de pintura y escultura que no conviene perderse, si uno dispone al menos de 4 ó 5 días en la ciudad. Lo que más me impresiona de este museo son las esculturas de juventud de Bernini. Ubicación: en el gran parque de Villa Borghese, a 25 minutos andando desde Piazza del Popolo.



lunes, 2 de junio de 2008

Transporte público en Roma

El otro día os recomendaba trasladarse siempre a pie, si uno quiere conocer bien la ciudad. Hoy voy a hablaros del transporte público. Lo más cómodo, sin duda, es el metro. Roma tiene sólo dos líneas: A y B, así que todo es muy sencillo. Ahora están construyendo la tercera, la línea C, que atravesará el centro histórico, junto al Campidoglio, Piazza Navona y San Pedro: lugares bastante alejados de las actuales bocas de metro.

Como es sabido, en Roma el metro debe discurrir por debajo del nivel arqueológico, a unos 18 metros de profundidad, para no dañar restos históricos. Pero cada boca de metro debe perforar ese nivel, y ahora mismo la línea C se encuentra en la fase de indagini archeologici preliminari, absolutamente imprescindibles para remover un cubo de tierra en la Ciudad Eterna.
El metro de Roma funciona bien y pasa con mucha frecuencia. Pero en las horas punta está abarrotado y la gente tiene que entrar con calzador. Eso sí, está sucio y lleno de pintadas, excepto los vagones nuevos, que funcionan sobre todo en la línea A. Nada que ver con el metro de Madrid y mucho menos con el de Bilbao. Y hay que tener siempre mucho cuidado con los carteristas.

Los autobuses y tranvías son bastante más complicados de utilizar. Existe una página web oficial del Comune de Roma con buena información: http://www.atac.roma.it/. Está en italiano, pero la sección más útil es “Calcola il percorso”, y esa sí está en castellano.

Eterno dilema con los autobuses de Roma es “pagar o no pagar”. Yo jamás he visto revisores en un autobús. Un conocido mío que no sólo los ha visto sino que los ha sufrido me dijo que los revisores, antes de subir al autobús, lo anuncian a bombo y platillo: “atención despistados, que vamos a subir; si no tenéis billete, bajaos del autobús”. Aún así, si te pillan, intentan darte una salida airosa. Eso es, al menos, lo que me dijo mi amigo.

En teoría, la multa es de 50 euros, si pagas al contado, pero ya os digo que podríais coger 200 autobuses antes de encontraros con un amable revisor. En el metro, en cambio, últimamente se han puesto más serios, y es frecuente encontrar controles.

Los billetes se sacan en los estancos o tabaccherie, establecimientos con una gran T mayúscula que se ven por todos lados. También existen máquinas expendedoras de billetes pero os las desaconsejo: con una frecuencia sospechosamente alta se engullen tu dinero sin dar a cambio ni las gracias. Cuestan 1 euro cada uno, aunque hay bonos para todo el día y para varios días, cuyo precio está calculado para que pienses que te va a salir más barato y en realidad nunca lo amortices. Es mejor comprar billetes individuales. “Cinque biglietti integrati, per favore”, significa que quieres 5 billetes integrados, es decir, que sirven lo mismo para metro que para autobús. Cuando validas el tiquet en los molinetes de entrada al metro, por ejemplo, tienes 75 minutos antes de que caduque, y puedes coger todos los autobuses que quieras con ese mismo billete.

Ya sé que la foto está muy desenfocada, porque está sacada desde el propio autobús, pero no la he tirado porque me hace gracia la campaña: "atención, estamos aumentando los controles", y porque es muy informativa: 101 euros de multa, que se rebajan a 51 si se paga al contado.